Llevaban una semana construyendo el nido. La mirla hacía incesantes vuelos desde el amanecer siempre con algo en el pico. El mirlo vigilaba de cerca, emitiendo alternativamente trinos de seguridad o peligro. Es raro que lo hayan dispuesto entre un  bambú y un durillo no muy grandes, a la entrada de mi casa y al alcance de la mano. Suelen anidar en copas de árboles o en medio de espesos matorrales.

 Durante dos décadas me ha seguido alguna pareja de mirlos para comer lombrices, mientras yo cavaba en el jardín público al otro lado de mi calle, para plantar o quitar hierbas. Su apego al lugar de la primera nidada y su fidelidad conyugal son legendarias. La mirla que ha anidado debe ser como mínimo tataranieta lejana de las anteriores, ya que no viven más de tres años.

Ha sido previsora. Se ha limitado a poner dos huevos, teniendo en cuenta la escasez de alimentos del entorno. Es más habitual una puesta de tres o cuatro. Con alegría espero el feliz nacimiento de los dos polluelos. Esta mirla confía en mí. No huye cuando me acerco despacio para hacer mis quehaceres diarios. Nos hemos observado atentamente los dos últimos meses. Será una buena madre.

 

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